
Después de casi cuatro años de casada, he comprado por primera vez un peine.
Hasta ahora, todos los que hemos usado, provenían de hoteles, del Sanatorio donde nació mi hija, e incluso de lugares desconocidos. Simplemente aparecían en casa.
Pero un día, nada por aquí, nada por allá. Se esfumaron, hartos del calor de la planchita, del agua fría, de ser dejados a la deriva, jamás en un lugar fijo, y casi siempre inhóspito, como suele ser el espacio que queda entre la grifería y el lavatorio.
Mi amor, viste el peine? No, ni idea buscalo por ahí (lugar indefinido si los hay). Y he ahí el detonante.
Mi marido, quien rara vez encuentra algo, había usado el peine del perro, que es de acero inoxidable, hermoso, mucho mejor que todos los que teníamos. Tanto, que un día encontré a mis hermanas alisándose el pelo admirando la calidad del dentado. Ese peine es de Mollo!!!!!! Atiné a decir horrorizada. Pero ellas ni se inmutaron, sólo se rieron de pensar lo que habían pensado, antes de saber que no era apto para humanos.
Pero lo de mi marido fue un asombro. Él sabía perfectamente que ese peine no le pertenecía, pero la urgencia de domar el nido de caranchos prevaleció por sobre todo lo demás.
Ahora el nuevo peine, negro, mediano, ni fu ni fa, está solito en el botiquín.
Uno, dos, tres… punto y coma, el que no se escondió se embroma. Pica el blanco, atrás del sillón!
Fer