miércoles, 26 de mayo de 2010

Corre Nanda corre!


Decir que fui a correr una maratón un domingo a la 7.3 de la mañana suena menos creíble que los números del Indec, pero juro que fue así. Créanme.
Me impactó el espíritu deportista (el cual carezco) de tanta gente. Yo sólo me disfracé de maratonista y salí al ruedo, teniendo como única motivación, que mi hermana no agotara mi paciencia echándome en cara no haberla acompañado. Lo mío fue puro sentido del compañerismo. O hasta entonces, eso creía.
Cuando nos calzamos la remera, desayunamos y precalentamos infiltradas en la carpa de otra empresa, mi cuerpo estaba como contento. Comencé a sentir una adrenalina que me hacía vibrar los músculos. Raro, no?
En la línea de largada y con una música altamente motivante, agarré a mi hermana de la mano, le deseé éxitos y me transformé. Quería ser la primera en llegar, cueste lo que cueste. No me reconocí en esa atleta profesional en la que me había convertido, yo (por suerte volví a ser yo) hubiese preferido quedarme en la cama, durmiendo. Pero la que estaba ahí el domingo quería llegar a la meta en tiempo récord. Yo hubiese trotado, la que estaba ahí, corría veloz y a ritmo parejo. Yo había ido a acompañar a mi hermana, la que estaba ahí, había ido a ganar.
Todo ese desdoble de personalidad, duró aproximadamente unos cinco minutos, hasta que me agarró un dolor en el costado y volví a ser quien soy: una auténtica ojota en el deporte.
Miré cómplice a mi hermana, como diciéndole, y si caminamos? Pero sus ojos me respondieron con un tajante ni se te ocurra, no me levanté a las 7 de la mañana de un domingo para venir a caminar a los bosques de Palermo.
Metros antes de llegar a la meta, una chica se da vuelta, y confundiéndome con una amiga, me dice: dale que falta poco! La miro, la vuelvo a mirar, y reaccioné: era la ex novia de mi marido; jamás me la crucé en años y la encuentro en una maratón multitudinaria. No, si el mundo es un pañuelo (¿?).
Lamenté no haberla visto antes, cuando tenía un poco más de aire en los pulmones, para saludarla y decirle lo mal que le hizo el paso del tiempo. Lo único que quería, era llegar y que me quede resto para seguir viviendo. No da quedar internada por correr 3 km! Y en ese ahorro de energía chavista,hice el último tirón hasta la línea de llegada, donde nos recibieron con aguas de distintas marcas, y de regalo, una bicentenaria remerita celeste de Nike (a ver si me esponsorean la crónica). A mi gusto, sólo faltó alguien que me secara las gotas de sudor de la cara, téngalo en cuenta para la próxima, si?


Fer (todavía me duelen las piernas)

lunes, 17 de mayo de 2010

Nanda...se te ve la tanga


El último granizo que cayó oh casualidad! con mayor intensidad en Vicente López, partido en el cual vivo, destruyó la claraboya del baño (entre otras cosas). Y con el furor de los arreglos no había vidriero disponible para solucionar lo que la catástrofe natural había dejado.
Finalmente ayer, pudieron cambiarlo. Y he aquí el papelón.
Yo estaba en casa, esperando descreída, que tocaran el timbre. Cuando llegó el muchacho en cuestión, me pidió muy respetuoso pasar al baño para poder comenzar con su trabajo. Si, cómo no, pase, pase. Y pasó él y también pasó lo peor. Me da cierto pudor contarlo, y de esta manera hacerlo público, pero tengo que sacudirme la vergüenza de algún modo.
Cuando corrió la cortina para poner la escalera, una tanga blanca (menos mal que no era roja) colgaba de uno de los ganchitos en donde pongo el shampoó, la crema enjuague, el guante exfoliante, y muchos etcéteras. Colgaba insolente y desafiante, pero bien limpita a Dios gracia.
Obvio que la vio, imposible no verla.
Cómo olvidé sacarla! Im per do na ble!
Lo miré en el exacto instante en que él la veía sorprendido y con vergüenza ajena, o eso supuse yo. Inmediatamente mi cara se tiñó de un rojo bordó que contrastaba con la vida, y deseé con el alma entera estar veinte metros bajo tierra o en cualquier otro lugar, menos ahí, con el vidriero, en el baño, mirando mi ropa interior, con la que nada podía hacer que no me dejara aún más en evidencia.
De todas maneras, como pasa en estas situaciones, nadie emitió comentario; el señor cambió el vidrio y yo huí cobardemente a la cocina, rogando que terminara para no verlo nunca más en toda mi existencia.
Al rato, me dice: señora (da a grande el señora, no?), ya terminé, venga a ver cómo quedó. No, está bien, quésede tranquilo, si total, era cambiar un vidrio nada más. Y usted es vidriero, me imagino que con experiencia, así que confío en que ha dejado todo en perfectas condiciones. El tipo me miraba con una mezcla de orgullo y sorpresa, y así lo fui guiando hasta la puerta de salida, convencida de mis argumentos.
Cuando quedé sola con mi alma, pensé en la costumbre de dejar colgados los calzones y las consecuencias impensadas que esta práctica podría llegar a tener. Y casi sin querer, mientras me alejaba de la puerta, escuché al vidriero reírse a carcajadas, como si las hubiera contenido durante siglos, como si nunca se hubiera reído en la vida, como si fuese la última vez que fuera a reírse, de mí.
Moraleja: los trapitos, la próxima, van al sol.

Fer (hay tonga con la tanga)

jueves, 13 de mayo de 2010

El Señor de los Anillos


Al igual que en Japón, donde los estratos sociales se regían de acuerdo a qué artistas pintaban los kimonos, en nuestro país, la misma medición podría realizarse, usando como parámetro, los anillos de casamientos.
Claro está, esto solo sería válido para quienes se encuentren o se hayan encontrado alguna vez, dentro de ese estado civil. Por lo que mi teoría podría ser aplicada únicamente a ese grupo de personas.
Cómo llegué a esta conclusión? observando. Es impresionantemente coincidente la relación que existe entre el anillo (grosor, tipo de oro, ornamentación) y el nivel social de la persona que lo posee.
Podría ser casual, pero no lo es. Sino, observen ustedes mismos y después cuéntenme cómo les fue.
Todos mis jefes (y he tenido varios) llevaban puesto un anillo de oro, ancho, pesado, labrado, importante. Y todos ellos, sin excepción, tenían una interesante cuenta bancaria. Eso no es coincidencia. Es una realidad irrefutable.
Para descartar cualquier sospecha de calificar este riguroso estudio como un hecho aislado, recurrí a los dueños de los locales de la calle Libertad, conocida por sus joyas, y fueron ellos quienes confirmaron, por unanimidad, mi flamante teoría.
El lingote de oro cuesta una fortuna, y es cada vez más prohibitivo. Pero si Usted piensa en casarse y no posee demasiado dinero, no se preocupe, por unos quinientos pesitos, le venden un par de alianzas finitas, pero muy bonitas.
Y hasta quizás le acepten por veinte pesos algún otro anillo (de oro, mínimo) que ya no use para fundir el material y hacer otro bien ancho, pesado e importante para quienes puedan gastarse lo que Usted gana de sueldo, en un par de alianzas.

Fer (ca(n)sada)