
No tengo dudas de que mi amor maduro por la siesta tiene su origen en haber nacido en el Norte de la Argentina, más precisamente en Tucumán, donde el tiempo se para a las 13 horas y arranca nuevamente a las 16 o un poco más tarde quizás, dependiendo de la estación del año.
En verano, cuando la temperatura asciende los 45º es imposible andar bajo el sol en esos horarios y de ahí la necesidad de resguardarse unas horas, para retomar las tareas cuando el calor no es tan agobiante.
Recuerdo que mi mamá escondía la llave de la puerta bajo su almohada, mientras ella dormía, para impedir que bajásemos a jugar y se ve que cada madre tenía una táctica diferente (o tal vez la misma) para evitar la huida, porque ninguno de nuestros amigos salía durante esas horas. La espera se hacía eterna; nuestro reloj infantil no concebía la idea de dormir si no era exclusivamente de noche. Y era una fiesta cuando al fin se despertaba y se encendía la luz verde para salir a jugar.
Hoy, cuando la siesta pasó a ser un milagro de algunos sábados, es cuando más añoro esos años primeros, esa media luz que invitaba,sin lograrlo, a que cerrásemos los ojos.
Y es hoy también cuando disfruto más que nunca meterme en la cama, tipo tres de la tarde, tapada hasta el cuello, abrazada a Larita y despertarme luego de dos o tres horas y decir con todo el placer del universo: qué siesta nos hicimos cucuzí!
Fer (zzzzzzzzzzzzzzzzzzzz)